22 de Septiembre, equinoccio de otoño y el comienzo de ésta estación…. Siempre me ha parecido espectacular la caída de una hoja. Ahora, sin embargo, me doy cuenta que ninguna hoja “se cae”, sino que llegado el escenario del otoño, inicia la danza maravillosa del soltarse. Cada hoja que se suelta es una invitación a nuestra predisposición al desprendimiento. Las hojas no caen, se desprenden en un gesto supremo de generosidad y profundo de sabiduría: la hoja que no se aferra a la rama y se lanza al vacío del aire sabe del latido profundo de una vida que está siempre en movimiento y en actitud de renovación. La hoja que se suelta comprende y acepta que el espacio vacío dejado por ella es la matriz generosa que albergará el brote de una nueva hoja. Cada hoja al aire me está susurrando al oído del alma ¡suéltate!, ¡entrégate!, ¡abandónate! y ¡confía!. Cada hoja que se desata queda unida invisible y sutilmente a la brisa de su propia entrega y libertad. Con este gesto la hoja realiza su más impresionante movimiento de creatividad, ya que con él, está gestando el irrumpir de una próxima primavera. Reconozco y confieso públicamente, ante este público de hojas moviéndose al compás del aire de la mañana, que soy un árbol al que le cuesta soltar muchas de sus hojas. Tengo miedo ante la incertidumbre del nuevo brote. Me siento tan cómodo y seguro con estas hojas predecibles, con estos hábitos perennes, con estas conductas fijadas, con estos pensamientos arraigados, con este entorno ya conocido… Quiero, en este tiempo, sumarme a esa sabiduría, generosidad y belleza de las hojas que “se dejan caer”. Quiero lanzarme a este abismo otoñal que me sumerge en un auténtico espacio de fe, confianza, esplendidez y donación. Sé que cuando soy yo quien se suelta, desde su propia conciencia y libertad, el desprenderse de la rama es mucho menos doloroso y más hermoso. Sólo las hojas que se resisten, que niegan lo obvio, tendrán que ser arrancadas por un viento mucho más agresivo e impetuoso y caerán al suelo por el peso de su propio dolor. Del libro “La Sabiduría de Vivir”